Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado». Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: «El celo por tu Casa me devorará».
Los judíos entonces le replicaron diciéndole: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?». Jesús les respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero Él hablaba del Santuario de su cuerpo.
Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús.
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Señor, ven con tu Espíritu a limpiar mi casa
como hiciste con el templo de Jerusalén.
Yo soy tu templo, tu morada,
el lugar donde has querido quedarte a vivir… tu hogar.
A veces, también comercio, juego a dos bandas
y me dejo mover por intereses
que nada tienen que ver con tu Evangelio.
Y así, se cuelan dentro de mí
envidias, soberbias, desconfianzas, miedos,
mediocridades, mentiras, violencias, inconstancias…
que afean y oscurecen mi «castillo» interior.
Por eso, airea todas mis habitaciones
con el soplo de tu misericordia y tu bondad.
Abre todas mis puertas y ventanas
para que me atraviese de nuevo la belleza de tu claridad.
Y quédate a vivir para siempre en mi casa.
(Fermín Negre)